En el principio, nuestra alma fue dotada con un don singular y precioso que estábamos destinados a dar a la humanidad a lo largo de nuestras encarnaciones. Nos dijeron que sin ese don, el florecimiento completo de nuestras familias, nuestras comunidades y aún nuestra civilización no se llevaría a cabo.
A través del proceso de nuestra reencarnación en la Tierra, también estábamos destinados a evolucionar espiritualmente —y crecer en la maestría espiritual mientras nutríamos nuestros dones divinos y desarrollábamos nuestros talentos.
Dios nos dio libre albedrío para que pudiéramos afirmar amorosamente nuestro llamado a ser cocreadores con la Divinidad. Algunos de nosotros incluso nos ofrecimos a reencarnar en la Tierra, como ángeles velados, para rescatar a los que habían llegado antes que nosotros y habían olvidado que ellos también tenían un plan divino y una misión. Sabíamos que cuando hubiéramos cumplido nuestra razón de ser, retornaríamos jubilosos a los reinos del Espíritu para continuar con la aventura de nuestra alma.
Nuestras almas comenzaron el viaje llenas de esperanza. Comprendimos la verdadera naturaleza de nuestro destino. Sabíamos, que por encima de todo, éramos seres espirituales encargados de la misión de mantener viva la conciencia espiritual en la Tierra.
En algún momento en el trayecto, nos desviamos de ese sendero. “Nos caímos” de esa conciencia superior cuando el atractivo de lo externo, el ser humano y sus trampas atrajeron nuestra atención alejándonos de nuestro Ser divino innato. Nos volvimos egocéntricos en lugar de estar centrados en el Ser y poco a poco empezamos a olvidar la razón de nuestra estancia en la Tierra.
La ley del círculo
El resto es historia. Centrados en nuestro ego humano en lugar del corazón de nuestro Ser Superior, fuimos impulsados a actuar de modos que no siempre honraban nuestro espíritu interior. Hicimos muchas cosas buenas, pero también creamos negatividad. Producto de la necesidad mal encausada de proteger nuestro yo inferior, perjudicamos en lugar de ayudar a los demás. Entonces, por la ley del círculo, no fuimos libres de avanzar hasta tanto no pagáramos la deuda kármica contraída con los demás.
Así que ahora la razón de ser de nuestra alma no es únicamente cumplir con nuestro plan divino original sino también equilibrar nuestro saldo kármico. Nuestra alma, en busca de resolución, se vio obligada a retomar esos encuentros kármicos vida tras vida hasta encontrar esa resolución.
La Tierra, entonces, es como un aula escolar. Volvemos una y otra vez, reencarnamos para aprender nuestras lecciones. A veces aprendemos de maestros sabios, pero en muchos casos, nuestro tutor más importante es nuestro karma: las consecuencias positivas y negativas de nuestro libre albedrío. Cuando aprendemos todas nuestras lecciones, completamos todas nuestras tareas y demostramos nuestro autodominio, nos graduamos de la escuela de la Tierra y continuamos nuestro viaje del alma en otros reinos como seres espirituales magistrales.
Muy a menudo en el mundo de hoy, la riqueza y la comodidad física son consideradas como señales de éxito. Si nos fijamos en la vida desde una perspectiva espiritual, podemos ver que nuestra prioridad no es el éxito material; aunque es una herramienta válida para ayudarnos a cumplir el propósito de nuestra vida. En cambio, vemos que la prioridad de Dios para nosotros es recuperar la alineación con nuestro diseño original, reemplazar la matriz humana, los patrones equivocados del ego humano, con nuestra matriz divina.
Una vez que reconocemos porqué estamos aquí y cómo llegamos a donde estamos hoy en día, las paradojas de la vida se hacen más importantes y más manejables.
Una vez que vemos nuestra vida como parte de un proceso continuo, no como un segmento aislado en el tiempo, nuestra perspectiva cambia.
Una vez que vemos cada día como parte de un plan creativo superior para nuestra alma, nuestras decisiones diarias adquieren nuevo significado.